En 1973 moría la gran actriz Anna Magnani y Roma se volcó en un último adiós. Las mujeres lloraban por las calles, lloraban por su Nannarella. Una de ellas dijo: “No lloro por la muerte de una actriz, lloro por la muerte de una de nosotros, una popolana, pero sobre todo una Mujer”. Esa fue Anna Magnani, temperamental y romana hasta la médula. Fue una de las grandes actrices que nos ha regalado el cine del Neorrealismo.
Guilietta Masina, una mujer enjuta, siempre será recordada por su personaje de Gelsomina en La Strada, magistralmente dirigida por su marido, el gran director Federico Fellini. Giulietta y Federico no se separaron nunca, hasta el punto que Giulietta sobrevivió apenas unos meses a la muerte de Federico. Fellini amaba a las mujeres grandes y curvilíneas que poblaban sus sueños y películas… pero Giulietta fue siempre su duendecillo y vivía los celos con ironía.
Érase una vez un pequeño vagabundo en blanco y negro, conocido como Charlot, que nació con el cine hace más de siglo y medio pero que, como si de un milagro se tratase, a lo largo de los años ha conservado intacta la capacidad de emocionarnos con su bastón, su bombín y sus andares de pato perdiéndose al horizonte.
Su creador fue un actor inglés, desembarcado en la naciente Hollywood, cargado de ambiciones. Se llamaba Charlie Chaplin y tejió con arte inusitada la gramática básica del cine aún en sus balbuceos
El escultor francés Auguste Rodin nació en París en 1840. Suspendió varias veces el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes y aprendió por observación en los talleres, como en los tiempos de Renacimiento. Tras un larga lucha para abrirse camino en el mundo del arte, consiguió conquistar la cumbre como referente universal. Además, fue amante de gran escultora Camille Claudel con un amor inolvidable y explosivo.
Érase una vez Miguel Ángel Buonarroti, un hombre solitario y huraño, un genio que dedicó su vida a la creación. Lo llamaban Il Divino, aunque no debió resultarle fácil ser humano y divino a la vez debido a su carácter cerrado e introvertido, y su un infatigable impulso creador.
El ciclo prevé tres narraciones que pueden realizarse de manera independiente:
“Honni soit qui mal y pense” (“Que se avergüence quien piense mal”) solía añadir como colofón a sus cartas el poeta francés del siglo XIX Paul Verlaine, misivas dirigidas a su esposa donde justificaba su relación homosexual con Rimbaud y sus fugas a Bélgica e Inglaterra. Este amor por el poeta adolescente Arthur Rimbaud lo llevó a abandonarlo todo y vivir un final inesperado.